La visión cosmológica de Raúl González Cortés
Contemplar la obra de Raúl González Cortés produce, de entrada, un impacto sinestésico como resultado del juego de formas y colores que, al interpenetrarse, crean tonos, densidades, transiciones y, sobre todo, movimiento, una condición propia del Arte Contemporáneo . En sentido psicológico, una sinestesia es “una imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente”. Así, observamos en sus cuadros-estela que sus imágenes no se agotan en una sola lectura, ya que al recorrer el plano, éstas se despliegan en polimorfismos geométricos y cromáticos que obligan al ojo a reenfocarse en una sucesión de perspectivas múltiples que al pasar por la emoción y el intelecto parecen trastocar nuestras nociones espaciotemporales. Otra parte de su producción muestra figuras animales, vegetales o humanas con un tratamiento minimalista, donde se aprecian elementos de la simbólica nahua, sujetos a la misma estética geométrica de sus cuadros-estela, pero de un abstraccionismo más orgánico.
Cada pintor delinea un camino propio, fruto de su biografía, formación cultural y experiencias significativas. Raúl González Cortés (Xochimilco, 1964) nació en el corazón del majestuoso Valle de México. Creció en un paisaje lacustre, entre cerros sagrados, chinampas , campos de flores, artesanos prodigiosos, fiestas populares, cuetes, música y procesiones. Esta intensidad vital es la matriz de la que se desprende su obra, y su raíz mesoamericana la nutre de una dualidad cósmica. Por un lado la representación de la vida: frutos, flores, aves, hombres, y por el otro, de la muerte, con sus cráneos de zompantli, y los seres intermedios entre-mundos: naguales, dragones-serpiente, mariposas de fuego.
Esta dualidad está expresada pictóricamente en la alternancia de colores cálidos y fríos, siguiendo la teoría de Vassily Kandinsky sobre las propiedades emocionales del color. Así, aunque a primera vista sus imágenes reverberan como un arco iris, la trama cromática se encuentra en equilibrio gracias a los ríos de azul que discurren como diminutos canales de Xochimilco entre diversos seres orgánicos, glifos de xuchitl (flor), papalutl (mariposa), itzcuintli (perro), coatl (serpiente), witzihtxilli (colibrí), miquiztli (muerte), y otros símbolos del calendario azteca.
En la gama de colores que uso me he dado cuenta que se puede expresar en tono muy alto la energía vital que debemos tener. Sé que tiene ciertos efectos estridentes, sin embargo esta estridencia es parte del mensaje estético (RGC).
Incluso en sus cuadros más suprematistas donde el monocromatismo está expresado con luces y sombras de la misma familia tonal, se traslucen, por medio de veladuras sucesivas, alegorías acuáticas, terrestres o ígneas, plenas de poesía, misterio y posibilidad.
Raúl proviene del campo del diseño gráfico, de ahí su preocupación por la trama reticular y la composición; además de la pintura, ha incursionado en el grabado, la ilustración y la fotografía. En su trayectoria de exposiciones individuales y colectivas, a los tres niveles, sobresale un asunto recurrente: el Día de Muertos, al cual ha dedicado altares, grabados y pinturas. La fiesta en honor de los muertos es una tradición milenaria que marca el final del ciclo ritual agrícola en Mesoamérica, y simboliza la muerte-vida ya que inicia la transición hacia el renacimiento de la tierra. Esta dualidad permea la cosmología nahua, por ejemplo, la pareja de deidades formada por Quetzalcóatl –sol, serpiente emplumada, estrella de la mañana– y Xólotl –dios-perro, estrella de la tarde, Venus–. Estos símbolos de luz y oscuridad son transformados por el pintor en códigos cromáticos.
La praxis pictórica de Raúl González y su interés por el cosmos indígena lo emparientan, por un lado, con la tradición pictográfica de los antiguos tlacuilos aztecas que ilustraban los libros sagrados, y por el otro, con la pintura popular de Francisco Toledo, Diego Rivera o Rufino Tamayo, a quienes rinde homenaje ocasional –desde un campo semántico propio– con sus metáforas orgánicas, sandías, perros xoloizcuintle, o el hombre rojo apenas entrevisto en el tercer panel de su Tonalpohualli Mexicano.
En Mesoamérica el cómputo del tiempo constituyó un eje fundamental de la cultura y la religión; en el calendario nahua, los numerales se representan mediante círculos con un punto dentro. Autor de El calendario antiguo de México. Origen del Tonalámatl y el cómputo de los días (1999), Raúl traslada a su pintura su obsesión por el espacio-tiempo. En sus cuadros encontramos puntos, líneas, círculos, espirales y ciertas configuraciones fractales que evocan continuidades, ciclos, recurrencias y, por ende, sistemas dinámicos. El fractal es un objeto semigeométrico de estructura fragmentada o irregular que se repite a distintas escalas a la manera de los cristales de hielo o las dunas de arena. En las formas fractales las partes se asemejan al todo y van creciendo en complejidad: simetrías simples, espirales, hasta llegar a las mutaciones aleatorias, es decir, morfologías cualitativas superiores.
La dualidad o lucha de contrarios de la filosofía nahua encuentra una expresión visual en la tensión y dinamismo que González plasma en sus armonías fractales, donde vemos un algoritmo cromático reiterándose en numerosas variaciones de perspectiva, a semejanza de un ahuehuete, cuyo perfil vertical bidimensional distinguimos al verlo de lejos, y cuya estructura multidimensional se va revelando a medida que nos aproximamos a éste, y observamos, desde distintos ángulos, los detalles del tronco, las ramas, las hojas, o su fronda circular desde una mirada cenital. Sin embargo, en el mundo natural no es posible percibirlo todo de forma sincrónica, como sí ocurre, por ejemplo, en el campo de la mecánica cuántica, en la dualidad “onda-partícula”, donde un mismo fenómeno puede tener percepciones distintas de forma simultánea: verse como círculo o cuadrado según el comportamiento de la luz.
Raúl ha logrado materializar en su obra la filosofía del ollin, movimiento que pone en acción todo lo existente –el movimiento perpetuo–, pieza central del calendario azteca. Su jeroglífico está representado por un ojo entrelazado por dos bandas de simetría espiral, una roja y otra azul, que simbolizan el par de contrarios. Este ojo-círculo, representación del universo, nos interroga en silencio desde el fondo de sus lienzos, unas veces con el asombro de los mortales, otras, con la mirada implacable de una deidad.
La selección del formato cuadrangular, como objeto plástico primordial, es pertinente. El cuadrado tiene un significado cosmológico en el mundo mesoamericano ya que designa los cuatro rumbos del universo: cuatro puntos unificados por un quinto que es el eje que une el cielo, la tierra y el submundo, también llamado quincunce. Encontramos así, en cada acrílico del pintor una suerte de metonimia, ya sea del inframundo, del mundo de los hombres o del ámbito de los dioses. Por otra parte, su retícula evoca el diseño de los tocapus peruanos, ponchos tejidos con una trama de cuadrados de colores adornados con figuras geométricas tipo ideograma.
Decía Paul Klee (1879-1940) que el arte no reproduce lo visible sino que hace visible lo invisible. En este sentido, Raúl González, con su pincel y su mirada sobre el mundo, está contribuyendo a dar un paso adelante en la larga ruta iniciada por Piet Mondrian, el precursor del abstraccionismo geométrico, hacia la búsqueda de lo espiritual en el arte.
La consigna de Klee de que “todo artista debe ser poeta, explorador de la naturaleza y filósofo” es asumida por Raúl como compromiso de vida. Junto con su compañera América y sus hijos, Inti (Sol) y Meztli (Luna) viaja por México y Perú, buscando claves artísticas, signos espirituales, en sitios sagrados y espacios naturales llenos de energía, luz y color.
Desde su aproximación místico-cosmológica, el trabajo del mexicano Raúl González Cortés evidencia una intensa experimentación y perfila un lenguaje propio, al tiempo que es un vórtice de corrientes pictóricas sustantivas del siglo XX: la expresiva potencia del color puro de los fauvistas; la retícula y los colores primarios del pintor holandés Piet Mondrian (1872-1944); la abstracción geométrica del checo Frantisek Kupka (1871-1957); los contrastes del pintor francés Robert Delaunay (1885-1941); la plasticidad del catalán Joan Miró (1893-1983). Sobre todo, en su obra encontramos una resonancia de los ritmos geométricos y cromáticos de Klee (1879-1940); su estilo, a semejanza del pintor suizo-alemán, presenta variaciones entre el surrealismo , el abstraccionismo y el expresionismo .
Al reflexionar sobre la tela como la superficie plana ordinaria donde confluyen y se develan las ideas interiores y exteriores del creador, Kazimir Malévitch, un pintor suprematista ruso de principios del siglo XX, ya apuntaba lo que sería el futuro del arte pictórico: “Ante la pintura deviene más y más claro el velo inevitable del tiempo y del espacio. Este último deviene motivo decisivo, como un puente que la pintura debe inevitablemente atravesar para entrar en una nueva circunstancia.”
Texto: Paulina del Moral.
